La Argentina necesita con urgencia que la dirigencia asuma con humildad el resultado de las elecciones presidenciales. La profundidad de la crisis ha llevado al país a un balotaje entre dos figuras antagónicas. El rechazo a la hegemonía de dos décadas de kirchnerismo fue mucho más fuerte que el temor a un salto en el vacío.
Javier Milei, sin estructura ni recursos del Estado, se impuso a Sergio Massa, quien contó con todos los medios que le facilitaron su condición de ministro de Economía y el apoyo del justicialismo.
La ventaja de casi 11 puntos le otorga al presidente electo una legitimidad incuestionable. Es cierto que las diferencias ideológicas que separan el discurso de Milei de las tradiciones peronistas, sumadas a las turbulentas experiencias de nuestra democracia, en la Argentina ya comienzan a producir advertencias anticipadas de parte de la oposición, así como un llamado a la “resistencia” de una izquierda que es la gran derrotada de estas elecciones.
Tras un fracaso, lo más aconsejable es siempre una autocrítica.
Las diferencias son inherentes a la democracia, un sistema en el cual ganar una elección es la condición para el ejercicio del poder, pero ni la mayoría ni la primera minoría convierten al ganador en representante de la “voluntad general”. Cuando un presidente se cree el elegido “por el pueblo” y no por una parcialidad importante, en ese momento comienza a concebirse como un autócrata. Al mismo tiempo, si una institución sindical o una organización social insinúan un propósito obstruccionista, no solo estarán desconociendo el resultado electoral, sino que hostigarán al nuevo presidente antes de que comience a gobernar.
Es muy simple: la democracia surge de la eliminación del poder absoluto del monarca, el dictador o el presidente. Una elección no la deciden los “grupos concentrados”, los organismos internacionales de financiamiento ni los medios de comunicación: vota la gente, el ciudadano, y quedó en evidencia que ni el Estado ni nadie tienen poder suficiente como para cambiar la suerte de un comicio.
El presidente y los legisladores deberán llegar a acuerdos y evitar cualquier conducta obstructiva. Evidentemente, a las diferencias de opinión se añaden, en esta coyuntura, la escasez de diputados y senadores que afronta La Libertad Avanza. Es hoy esencial recordar que “el pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes”. Representantes del interés ciudadano, no de una facción política; por lo tanto, obligados a bajar sus pancartas y asumir el rol de estadistas.
El país necesita volver a transitar por los caminos institucionales, un rumbo que ha perdido a manos del hiperpresidencialismo y el desapego generalizado por la Constitución y la Ley.
Esto último sería puesto a prueba el martes, si el actual oficialismo, derrotado categóricamente en las urnas, consiguiera en Comisión un dictamen favorable en el juicio político contra los cuatro miembros de la Suprema Corte. Una iniciativa sin fundamento y atravesada por escándalos cuyo único propósito es defender intereses personales de la vicepresidenta.
Justamente, uno de los grandes desafíos que debe asumir el presidente electo es el de consolidar el Estado de Derecho y acordar las designaciones para cubrir vacantes en el máximo tribunal, la Procuración General y unos 200 juzgados federales.
El orden institucional es una pieza clave para garantizar la libertad, la seguridad y la Justicia.
La crisis social y macroeconómica generada en los últimos veinte años hace que cualquier intento por reconstruir el equilibrio fiscal obligue al gobierno a caminar sobre brasas.
Si se intenta lograrlo por la fuerza, el fracaso estará asegurado. Y si la oposición pretende hacer valer su número en las Cámaras y persistir en políticas que agravaron los males, atizará las llamas y desatará un incendio.
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